Negro Pasión: Kastellet, cuento a propósito de Amarillo Invierno

Las volutas

Mis fotos no son de otoño, ni son otoño-invierno. Mis fotos son puro invierno. Sin embargo algunas las encontraréis cálidas.
No sé qué contaros para daros idea de la calidez que poseen las zonas frías en la isla en la que fueron tomadas. Si en ellas no hay hojas caídas es porque las hojas vivían debajo de un manto de hielo o en cualquier caso sepultadas en nieve. Todas pertenecen a Copenhague, al frío externo o el calor interno.
Allí reinan los elementos. Sobre todos ellos, el viento. Pone en horizontal volutas de humo gigantes de las chimeneas industriales, convierte a los paseantes en sombras deseosas del calor infernal que tienen en la mayoría de las viviendas. El viento hace crujir la antigüedad de los edificios de Copenhague, desecha bicicletas, agita las iglesias, que protestan.
Cuando el viento no es suficiente, llega la lluvia. Es fría al principio, pero después se hace helada. El sonido de las tormentas no tiene eco, atraviesa la isla y se pierde en el mar, dejando una estela de sonidos intrigantes.
A pesar de todo el despliegue elemental de Copenhague y sus alrededores, la vida allí se hace cálida por cómo la han elaborado sus habitantes. Calor de madera, velas y reuniones al anochecer en los edificios más crujientes.
La historia que os voy a contar a continuación trata sobre los elementos que viven en aquella isla. Sobre los elementos y aquellos que los viven.

KASTELLET
Los soldados estaban ateridos. La niebla flotaba rígida. La luz cálida: un remedio que se había llevado la mañana. Las botas se calaban con los charcos formados entre los adoquines rotos. Los utensilios de acero de sus mochilas, las cantimploras y navajas, cloqueaban huecas. Su sonido tenía eco entre las hileras de casas rojas. Parecían repetir en miniatura el tronar celeste a causa del cual habían sido convocados allí, bajo aviso de una probable amenaza enemiga. Caminaban hacia el centro de Kastellet, la fortificación tras la muralla. Los minutos podían estar pasando; podían no estar haciéndolo. Para la tropa el tiempo sólo se marcaba en el ritmo de su paso sobre los adoquines. Las nubes arrojaban rugidos, sonidos que rompían contra las colinas de hierba pálida.

En el centro de la fortaleza, ensamblados en posición de defensa, mientras seguían con la vista el fragor del cielo encapotado, comenzaron a cuestionarse la validez de la orden oficial del cuartel. «¿Alguien sabe por que estamos aquí?», espetó uno, su voz quebrada por el sonido de un trueno. «Nadie», dijo otro con voz seca tras escuchar el soplo salvaje del viento.
«El enemigo debe de estar cerca. ¡Por allí!» Había hablado el que comandaba la expedición, su indicación rota por la inseguridad de lo dicho; nadie le hizo mucho caso.

Era aquella tropa un batiburrillo humano de huesos calados por la niebla y nada más, nada ante los sonidos de la lluvia, del viento, el fulgor de los relámpagos. Unos preveían la llegada del enemigo esperado por un lado, otros por otro, alguno creía avistarles a lo largo de la muralla verde de rampas que componía Kastellet.
Las luces amarillas de las casas quedaban atrapadas detrás de las ventanas de marcos blancos. Para los soldados eran faros lejanos, inalcanzables desde fuera: la luz de una zona de butacas desde la cual los espectadores se iban sentando para contemplar aquella ronda de persecución militar como si fuera una ficción tangible. Ante los ojos de la tropa, los rostros que aparecían tras las ventanas no pertenecían ya a su mundo; sólo lo hacían el viento, la lluvia, los truenos.
Se produjo un movimiento en los cielos, las nubes corrían rápido, las luces de los relámpagos sostenidas por tramos de tiempo interminables. Los soldados sentados en el suelo, el frío amedrentando sus cuerpos, el miedo congelando sus latidos. Las luces de las casas se fueron apagando, los soldados no se movían, quizás por cumplir sus órdenes, o únicamente por miedo. Cayó la noche y siguieron allí, muy juntos, las armas en el suelo, los cuerpos pegados a los uniformes mojados. Nadie volvió a decir una palabra, ninguno se atrevió a explorar la zona en busca del supuesto/aparente/ enemigo. Temblaban con cada trueno, lloraban con cada gota de agua, gritaban cuando el viento lo hacía. El sometimiento duró toda la noche.

Amaneció un día claro, los restos de la tormenta marchando en lontananza. Los hombres se despertaron aturdidos, asustados. Meditabundos caminaron hacia el cuartel, a unos bloques de distancia. Entraron uno a uno y, sin mediar palabra, arrojaron sus armas, se desprendieron del uniforme y se fueron de allí.

Imagen propia, tomada el 28 de enero de 2014 en Kastellet, Copenhague. Expuesta en Amarillo Invierno, primera muestra del colectivo fotográfico Negro Pasión

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