Histoires du Bois de la Cambre: La edad (~ratón)

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Te has caído de la cama, te has abierto una herida en la barbilla y confundes la noche con el día.
Acabas de despertar y hoy no es hoy, es tiempo atrás.
Es la primera sonrisa de la mañana, y se ha formado pensando en ti, en la ternura.
Es la primera sonrisa de la mañana, aún fuera del tiempo, aún irrealidad.

Nada más abrir los ojos se suceden dos momentos. El primero, una alegría intensa relacionada con esos ‘algos’ que crees seguir conservando. Contarle a cierta persona un suceso reciente importante en tu vida y saber que se alegrará contigo de determinada manera.
Al instante llega el martillo de la tristeza al tomar conciencia y pensar en que esa persona ya no está, o que tu relación con ella ya no existe del mismo modo, y nada va a ser como acababas de pensar.

Es algo parecido a lo que sucede cuando te despiertas en tu dormitorio habitual días después de haber vuelto de un viaje placentero. Nada más despertar crees estar en el mismo lugar que ya dejaste, y los pensamientos relámpago forman planes de visita o de paseo por ese sitio. A los pocos segundos ves tu dormitorio y te sientas en el presente, un poco compungido.
Saltan, como las ovejas las vallas, las pérdidas las cercas de la memoria, alejándose y después volviendo con fuerza. Cuando vuelven, hay que retomar el recuento del tiempo.

Te aposentas en tu conciencia y piensas en cuando sí, confundías noche y día y podías permitirte no cortar el hilo y seguir así.
Porque qué más da que confundas los días con las noches, qué más da de verdad, cuando hay algo en ti que te hace dejar de fijarte en las distinciones construidas.

El amor, el de verdad, rompe con las lineas de lo formal y lo clasificado y sobre todo con el tiempo. Las llamadas horas pueden pasar para ti lento o muy rápido.

Lo bello, lo intenso y asombroso, suele difuminar la vivencia del tiempo. La neblina del amor es lo más intenso y bonito que puede pasarte (pasa por ti como una nave en el cielo, que poco a poco vas viendo acercarse, y que al final aterriza con suavidad), por eso borra el tiempo.
Cuando se acaba, por error, hecho catastrófico, o por necesidad, sales de esa niebla suave.
Realmente, entonces el tiempo sigue siendo lo mismo: a la vez algo y nada. Pero tú vuelves a contar las horas, a mirar las agujas o los dígitos de los relojes y a buscar tus límites en solitario.
A pesar de eso, en lo relativo al amor, tu tiempo se hace imposible de clasificar. No se dice pasado, no se dice futuro, ni presente. Aun cuando se ha acabado, la negación de su futuro es una necesidad tensa.

El amor no se deja atar, no se deja anudar, no puedes atraparlo y meterlo entre los límites de la mera razón como haces con las horas. No puedes atraparlo entre franjas y construir ‘la historia de ese amor’. Sin duda te obligas a hacerlo y al final, lo haces. Pero sabes que esa historia ni es verdadera ni pretende serlo. Que el amor, cuando se vive/vivió/vivirá de verdad, no se deja someter a narración. Te da sus cuentos, te da poder, en pasado o en presente, para hablar de vivencia o de nostalgia, de pasión o de despecho, pero el amor sigue por encima, por dentro, por debajo; en fin, rodeándote. No se encaja en tiempos verbales, aunque inunde el lenguaje.

El amor es esa potencia de posibilidades que has creado en conjunto con otra persona. Lo mantiene la complicidad, esa habilidad única que pueden compartir las personas y que sirve para entenderse más allá de lo común sin palabras, casi sin gestos, con lo más mínimo. Cuando la complicidad se pierde, el amor pierde su potencia de creación de vida entre esas dos personas. Entonces sigues pudiendo narrar, puedes contar y usar eso que aún flota por ahí, sí. Pero ya en ese momento el amor es la única realidad que podemos llamar ‘espíritu de un vivo’: se ha despegado de los cuerpos abrazados y cariñosos entre sí y ha tomado el aire como agarre. Era un vivo y ahora es un espíritu flotante.
El amor perdido es el fantasma más visible que existe.

Cuando la complicidad se ha ido, el pasado se junta al presente en una amalgama que durante tus acciones te acompaña, un fantasma intemporal. Dicen que el dolor por la pérdida ‘dura un tiempo’, que ‘se pasa’.
Quizás esa cuchillada continua e inmaterial que te saca las lágrimas es lo que tiene temporalidad, lo que se permite tener duración. Llega, tras los mecanismos de defensa que los humanos hemos construido socialmente, el momento en que aceptas la pérdida de la complicidad, una complicidad llena de besos, de contacto. Pero la aceptación solo significa historia, narración. Un constructo para seguir adelante.
Para conseguir llegar a otras personas y quizás, intentar sentir algo también fuerte por alguna de ellas. Algo fuerte, pero distinto, nunca con la misma intensidad y rasgos que esa primera vez que te enamoras de verdad.

La narración, frente al amor, es un ‘sólo’. El amor es un ‘podría ser’ inmenso, posibilidad de todo y de vida.

El amor son los sueños de una vida y su esquelética narración nunca le hace honor. Esas narraciones solo son las letras que nos pone en los dedos el fantasma del amor.
Y los fantasmas siempre nos siguen, nunca nos abandonan, aunque la aceptación llegue para volver a imponer ímpetu en nuestras vidas, llamando a la acción y la lucha.

A día de hoy yo aún no he llegado a la aceptación. La complicidad está rota, y tengo un fantasma enorme a las espaldas, ante los libros, hasta en la sopa, hasta en el ramen, pero no, aún sigo intentando volver a escuchar un «te amo», bonita.

Por el momento, abro las escotillas del submarino en que me convierte esta presión y saco letras, palabras, frases, construyo historias, paseante del Bois de la Cambre fijando tu sonrisa e ilusión entre vegetación y senderos…y así será hasta que me agote, hasta que al final, cansado, llegue al término del camino, donde los senderos siempre se bifurcan y te mandan a vivir vientos de cambio a ti, a mí, y a todos. De momento, mis historias no son ya tuyas, pero siguen siendo nuestras.

Acompañadme, un día más, al enmarañado bosque de historias del Bois de la Cambre, entre corteza y recuerdos, más allá…

LA EDAD

Los labios jóvenes, cercanos al tronco, dejaban salir las palabras hacia la madera.
«¿Qué es la edad?», le preguntaba la chica al árbol. Se quedaba quieta, acuclillada, en postura de escucha, recorría la corteza con la mirada y después se acercaba al siguiente árbol. Entonces, repetía la pregunta.
Se hacía de noche, y los árboles llevaban siendo interrogados desde tempranas horas de la mañana.

El avión había aterrizado de madrugada en el aeropuerto de Charleroi, al sur de Bruselas. Ella cogió un taxi para ir a la capital belga, y nada más llegar se tomó un café con un bollo para afrontar el día con energías.
Pasó a saludar a la Grand Place, que era como una antigua amiga para ella, y admiró sus edificios gremiales.
Después cogió un tranvía que atravesaba el distrito de Ixelles hasta llegar a la zona colindante con el Bois de la Cambre.
Con la vista puesta en el parque, armada de coraje, suspiró muy fuerte, preparándose para lo que había venido a hacer allí, a su querida Bruselas.

Según se aproximaba desde la parada de tranvía a la gran masa boscosa, iba recordando la situación que la había traído desde Francia hasta allí aquel día:

Cuando le surgió la pregunta llevaba varias horas desarrollando herramientas de control energético en el laboratorio de la organización científica donde trabajaba.
En un pequeño descanso, se había puesto a juguetear con un peluche que llevaba colgado del llavero. Entonces se encontró a si misma pensando en el origen de aquél animal de trapo. No lo recordaba muy bien, y tuvo que esforzarse un rato hasta acordarse de que se lo había regalado una amiga hacía pocos años, cuando quedaron a tomar un café después de mucho tiempo sin verse. Aquella resistencia que le había supuesto encontrar el recuerdo le incomodó un poco, y se detuvo a pensar sobre ello.
Si le costaba recordar cosas que habían sucedido hacía relativamente poco tiempo, ¿dónde quedaban los recuerdos de la infancia en su memoria? Dedicó varios minutos a repasar su infancia paso a paso, a intentar encontrar detalles que en aquel tiempo le podían causar algunas sensaciones. Encontraba los objetos de su recuerdo desconectados entre sí, y los sentimientos asociados a ellos le eran imposibles de reconstruir.
Se indignó consigo misma.

En el momento en que tiraba el boli con fuerza contra la mesa un compañero entró en el laboratorio. «¡¿Qué te pasa?!, ¿A qué viene esa rabia?», le preguntó. Ella se quedó mirándole fijamente, con cara de sorpresa por su repentina aparición pero al mismo tiempo con indiferencia.
Su gesto insulso iba recorrido por dentro de algo de amargura, y mientras mantenía la mirada con su compañero, explotó súbitamente y dijo: «¡Es que no me recuerdo bien a mi misma!». Su compañero se quedó mirándola sin entender nada, pero no quiso preguntar. Sólo dijo: «Normal, todo se olvida con la edad.»

Se quedaron en silencio un rato. Mientras, ella le daba vueltas a la cabeza, intentando encontrar una solución para reencontrarse con las sensaciones de su infancia. Tenía que haber alguna manera de ponerse en contacto con esas sensaciones, pero no podía viajar en el tiempo y volver a vivir el pasado.
Su edad aumentaba, eso era verdad. Cada año que pasaba alguien se ocupaba de recordárselo. Y la edad borraba los recuerdos de los años pasados. Al menos esa era la excusa que se ponía a sí misma cuando no recordaba algo: la edad. Pero, ¿de verdad no podría recordar todo eso, se había perdido para siempre? ¿y qué autoridad tenía el argumento de la edad para aceptar el olvido de parte de su vida?
Decidió que quería preguntarle a alguien qué era la edad, para intentar quitarse su peso de encima.
¿Pero a quién podría preguntarle?

Súbitamente, volvió de su ensimismamiento, sonrió a su compañero, se levantó de la silla y se marchó del laboratorio, mientras el otro la miraba con expresión de curiosidad.
Repasando los pocos momentos de su infancia que recordaba había encontrado un lugar, a la vez material e inmaterial para ella, donde había alguien, o algo, no sabía bien cómo calificarlo, que podría ayudarle a responder sus preguntas.

Aquello que le daría respuestas estaba en Bruselas, donde había vivido con sus padres cuando era pequeña. Su domicilio era por aquel entonces una casa cerca del pulmón de la ciudad, el Bois de la Cambre, un parque enorme donde a ella le gustaba mucho pasar las tardes. Era precioso, y tenía muchas cosas llamativas para una niña, desde el estanque, pasando por las ardillas, a los patos y muchos otros animales. Pero a ella lo que más le llamaba la atención eran los árboles.
Siempre le habían producido admiración, con su corteza tremendamente arrugada. Le parecían tan mayores, tan grandes y bonitos, que tenía la sensación de que tenían que ser sabios.
Así, de vez en cuando, cuando ni sus padres ni sus profesores sabían resolver sus preguntas, acudía a ellos y se ponía ante su corteza, los labios cerca, y les ofrecía sus dudas, uno a uno, pasando por unos cuantos. Casi siempre, después de preguntarle a varios, la respuesta afloraba en su cabeza, y minutos después estaba corriendo hacia la biblioteca, a buscar algún libro sobre el tema en que estuviese pensando, para completar la respuesta que le habían dado los sabios de la corteza arrugada.

Por eso había cogido un avión a Bruselas y llevaba horas recorriendo el bosque de su infancia preguntando a sus antiguos amigos sabios. Nunca la habían defraudado, y confiaba en que la edad no hubiese borrado también su capacidad de comunicarse con ellos.

La noche se estaba cerrando y su pregunta aún estaba sin respuesta. ¿Quizás la edad había eliminado también la relación con aquellos sabios arrugados?
La chica se puso triste y empezó a llorar delante de uno de ellos.
Sus manos mojadas en lágrimas se apoyaron sobre la corteza y las lágrimas que se habían quedado entre sus dedos corrieron por la madera. Mirando aquello, se acordó del día que había sentido como un nuevo placer aquel tacto suave, rugoso y difícil de la corteza mojada por la lluvia.
La acarició y pensó que aquellos árboles también habían envejecido algo, como ella. Su tacto no era el mismo. Se tocó la cara con una mano mientras con la otra tocaba la corteza y cerrando los ojos, se acordó de sí misma haciendo aquello cuando era pequeña. Así solían terminar sus conversaciones con los árboles, y así era como le llegaba la contestación.
Entonces lo supo. La cara se le iluminó. Había encontrado la respuesta: la única edad irrenunciable, imposible de detener, inexorable, es la del cuerpo, lo exterior. Esa es la edad que pasa y no vuelve, la que no se puede recordar porque a cada momento es distinta, como su piel y las cortezas de esos árboles. Pero la otra edad, la que tanta gente empleaba para justificar el olvido, esa no existía mas que como cada cual quería. La edad no era nada que no se pudiese deshacer en ese caso.
Ella acababa de romper sus lazos con la edad mientras tocaba a aquel árbol.
Se puso de pie y caminó entre los árboles, tocando las cortezas con las yemas de los dedos, y fue recordando poco a poco los momentos de su infancia en aquella ciudad, las sensaciones que le producía ir al colegio allí, los sentimientos que le generaba pasear con chubasquero bajo la tremenda lluvia invernal y, sobre todo, cada una de las respuestas que aquellos sabios le habían otorgado.

Feliz, la chica salió del Bois de la Cambre por el camino principal y, después de volverse y tirar un beso a la congregación de sabios, se fue caminando por la Avenue Louise, disfrutando de la amplitud de sus recuerdos y vivencias, sin importarle para nada la edad que tenía.

Histoires du Bois de la Cambre: Un cantar de ranas (~ratón)

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Dentro de un corazón desgarrado, de tanto llorar, aparecen charcas. Lugares llenos de verdes y sonidos. Venid, adentraos en mi corazón esta noche…

UN CANTAR DE RANAS

-Papá, ¿por qué no me cuentas con qué soñáis los mayores?

-Con lo que soñamos, hijo, es con lo que una vez ya sucedió.

-¿Qué?

-Escucha, te leeré algo que escribió un amigo sobre algo que nos pasó…

«Amanecía, Bruselas otoñal, esquinándose en el Bois de la Cambre, todos los días cumbre y llano de piedra, lago y madera.

En Otoño, con los árboles sin hojas y la vegetación mínima, se podían ver desde cualquier punto de aquel bosque anciano todos los senderos de tierra que lo atravesaban. El paisaje tupido de verde de otras épocas del año dejaba paso a los marrones y grises, los blancos de las nubes en el cielo, el suelo embarrado y los charcos que inundaban la hierba.

Cada día, de madrugada, muchos de los que vivían cerca del parque lo atravesaban para ir a trabajar o al colegio. Sus chapoteos con las botas de lluvia sobre el terreno mojado, y el sonido del golpeteo de las gotas sobre sus chubasqueros, se unían a los demás ruidos perdidos en el bosque. Los caminantes, acostumbrados a ver el mismo paisaje y escuchar los mismos sonidos todos los días, pasaban rápido por allí, la mirada al frente o hacia el suelo, sin atender a más detalles.

Amaneció, aquél 22 de noviembre, y los caminantes madrugadores enterraron la costumbre de ojos al suelo. Sus miradas iban hacia las copas de los árboles y luego subían al cielo, intrigadas.

Amaneció: verde y lluvioso.

El bosque parecía haberse desbocado, recuperando de pronto todo el color verde que le pertenecería en una Primavera muy lluviosa y no en Otoño. Los árboles mecían sus ramas al viento con un peculiar vestido verde brillante. Lo que parecían unas hojas densas y gordas las cubrían. Miríadas de esos diminutos destellos verdes cubrían absolutamente todos los árboles. El centro del lago también estaba repleto de aquellos misteriosos brillos verdes.
Los que pasaron por el parque a tempranas horas fueron contando a otras personas el fenómeno. Algunos otros se acercaron a pasear por allí, a pesar de la lluvia torrencial. Asombrados, intentaban escudriñar qué era aquello, y se preguntaban por qué el Bois de la Cambre había renacido a aquel intenso verdor en pleno Otoño.

El día verde, esplendor novedoso para la vista, había venido precedido por una comitiva estruendosa, restallando para el oído. La noche anterior, un sonido extraño había despertado a mucha gente que vivía cerca del parque. Una vibración intensa y de corta duración sacudió las ventanas. Como el sonido de muchos aporreos mínimos, concentrados y puestos de acuerdo para sonar consecutivamente, casi indistinguibles uno de otro. Fueron unos segundos, no más, para una tromba de truenos cantores que sacaron a la gente de sus sueños.

Un grupo de niños recorría el sendero grande del parque con sus profesores, camino del colegio, como todas las mañanas. Todos, profesores y alumnos, vivían cerca de allí, y algunos se habían despertado aquella noche con el peculiar sonido. Según andaban, contemplaban el asombroso verdor, pero escasas palabras surgían entre ellos.
Los adultos miraban sin comprender, intentando imaginar. No hablaban de ello, pero no paraban de pensar.
Los niños miraban, imaginaban y callaban. Se distribuían miradas entre ellos, y luego las dirigían a sus profesores, que caminaban distraídos con el espectáculo.
Terminaron de atravesar el parque y llegaron a la escuela. Esta consistía en dos edificios que parecían pequeños chalets, con sus tejas antiguas y su casa del guarda. Otro edificio, más moderno, era el lugar donde hacían gimnasia. El colegio estaba al lado de una esquina del Bois de la Cambre. A través de las ventanas se contemplaba la inmensidad del bosque.

Durante toda la jornada lectiva, los alumnos estuvieron distraídos. Cuchicheaban, susurraban, se agitaban. No paraban de mirar a las copas de los árboles del parque. Los profesores, aunque intentaban poner orden como de costumbre, no se esforzaban demasiado, pues sus pensamientos también se perdían en aquello refulgente.

Sobre la mitad de la mañana, los niños empezaron a alborotarse. Gritaban cosas y golpeaban las ventanas con sus dedos, señalando. Los profesores no alcanzaban a comprender qué decían, pues los niños hablaban como una marabunta con lenguaje propio.
Al fin, una niña se acercó a su profesora y le dijo: «queremos salir a cantar a las ranas para que se despierten». La profesora la escuchó sin entenderla. Le preguntó dónde estaban las ranas, y todos los niños señalaron a las copas de los árboles.
La profesora se quedó unos minutos sin saber qué decir, mirando el brillo verde de aquellas preciosas hojas que absorbían sus pensamientos. No intentó imaginar. Se dejó llevar por los niños, confió en ellos. Llamó al resto de profesores, y decidieron sacar a los niños al bosque.

Los niños se tumbaron entre los árboles, mirando hacia arriba. Los profesores les observaban con curiosidad. No entendían ese juego, era algo nuevo que los niños nunca habían hecho, pero se les veía sonrientes y contentos, así que lo aprobaron.
Después de unos minutos de absoluto silencio, los niños empezaron a cantar, todos juntos:

«Qué rana qué,
bajad a la cama,
subid de la charca,
saltad a la rama,
besadme la cara, ¡y lloved!
Lloved buenas ranas,
Subid de las ramas,
volved a la casa
de allá…
¡subid!»

Lo repitieron varias veces, con distintas entonaciones, y algunos reían mientras cantaban, otros se revolcaban contentos entre la hierba, y al final, se levantaron y empezaron a saltar.
Entonces pasó algo. Las ramas de los árboles se empezaron a mover de un modo rítmico y bamboleante. Había dejado de llover, y la superficie de L’Etang estaba en calma. La zona central se conmovía, y se generaban ondas que terminaban en chapoteos de agua en la orilla. Las minúsculas cosas verdes brillantes parecían moverse independientemente unas de otras, como si hubiesen cobrado vida en los árboles y en el estanque.
Los ojos de todos los que estaban allí, profesores y alumnos, y los de los paseantes curiosos que habían salido a contemplar la maravilla verde de aquél día, brillaban, expectantes. Entonces sus oídos recibieron la misma vibración que habían escuchado por la noche.
Llegaron los pequeños truenos, esta vez ensordecedores.
Al instante, todos entendieron que aquél sonido era un croar de ranas.
Los árboles y el lago se llenaron de muchísimos puntos negros en la inmensidad verde. Cientos de millones de pequeñas ancas se pusieron en movimiento, mientras los pequeños ojillos negros se revolvían entre todo aquello.

«¡Nos han escuchado!», dijo la niña que había convencido a la profesora para salir a cantar.
Los profesores se miraban entre ellos sin entender nada, y después miraban a las ranas en las copas de los árboles.
Habían dejado de croar, y se movían muy rápido. Se las distinguía perfectamente, ya no parecían hojas gordas. Eran de color verde césped, y brillaban, aún más entonces que había salido el sol.

Después de mucho revuelo silencioso, volvieron a croar. Esta vez lo hicieron de manera exacta a como lo habían hecho por la noche. Corto e intenso, una reunión atronadora consecutiva.
Entonces saltaron. Saltaron hacia el cielo. Subían sin parar, conjuntos verdes saliendo de las copas de los árboles y del estanque, levantando gotas que brillaban con la luz.
Los niños gritaban emocionados, saltaban y se abrazaban. Algunos adultos lloraban. Otros, boquiabiertos, se habían quedado pálidos y tiesos.

Las ranas tardaron poco tiempo en desaparecer en las alturas, siendo al final pequeños puntos en la bóveda del cielo. Los árboles volvieron a quedar descarnados, sin las hojas que en ningún momento del Otoño habían recuperado realmente. L’Etang tenía sus aguas en calma, y toda la superficie era azul oscuro, no había ningún toque de verde.

Cuando volvieron al colegio, la profesora decidió preguntarle a la niña cómo había sabido todo aquello.

«Todos nosotros lo sabíamos desde anoche. A algunos os despertaron al llegar, pero a los niños nos cantaron en sueños. Nos dijeron que iban a bajar a vernos al Bois de la Cambre porque les gusta animar a los mundos de los bosques una vez cada millones de vidas. Los niños tendríamos que cantarles en respuesta la canción que nos enseñaron para que pudiesen volver de donde venían. Muchos dudaban, pero yo supe que era verdad en cuanto vi los árboles. ¿A usted no le cantaron, profe? Usted tiene cara de niña.»

La profesora miró a la niña largo rato. No entendía nada, aquello la superaba. Al final la cogió en brazos y le dio un beso. Después la bajó al suelo y le dijo: «Nunca niegues tus sueños. Tampoco cuando seas mayor». La niña la miró con cara de incomprensión y la profesora pensó que, más allá de las palabras, había algo inexpresable, imposible de explicar, que pasaba entre los ojos de dos personas aunque creyesen no entenderse. Era algo como un millón de ojos de rana discordantes, pero reunidos, mirando hacia el cielo común.

Aquellos días los que habían contemplado el salto de las ranas al cielo guardaron un recuerdo que resultaba casi imposible de mantener como algo realmente sucedido. Los que no lo vivieron, simplemente desconfiaban de todas las historias que los primeros contaban sobre ello.»

-Nosotros, los niños que cantamos, sabemos que pasó, y recordamos lo bonito que fue.

-¿Entonces los mayores soñáis con ranas?

-Con lo que soñamos, hijo, es con aquello que una vez sí sucedió.
Como millones de ranas saltando hacia el cielo.
Como el amor.

Histoires du Bois de la Cambre: UNO (¬ rat.)

Bois de la Cambre. Grotte

Tenía, a lo sumo, cien minutos entre sus manos antes de irse a dormir. Los llenaba de paseos vividos. Distintos paseos, de este o aquel lugar en el mundo. Los paseos sobre los que había escrito también recorrían sus pensamientos. Llegó a un claro en ellos: estaba en Bruselas. Esta vez el paisaje en la memoria se reconstruía a ráfagas, compilando bloques y edificios. Los edificios, las viviendas, los árboles y su posición, se iban formando con una amalgama de sensaciones y sentimientos junto al recuerdo de los materiales.

Los elementos del paisaje tenían la forma de su modo de sentir, no eran ese objeto quieto que se puede ver al caminar frente a ellos: eran realidades más profundas y propias. Del empedrado del suelo, de las vías del tranvía de la ciudad de Bruselas, de los ladrillos y las paredes, emanaba el ímpetu del deseo, la fuerza que da el amor, y también la tranquilidad que da el cansancio. Formaban, todos a una, los pasos marcados en aquella visión de recuerdos. Entonces, entonces se abría la avenida. Una avenida enorme con los tranvías discurriendo a lo largo.

Solapados los pasos con un deseo de avanzar en el recuerdo del paseo, llegaba el final de la avenida.

El final de la avenida, al abrir los ojos, el principio de una vida. Son los recuerdos de ella y sus emociones grabadas en sus ojos, su deseo irrenunciable de querer volver allí, los que te dejan ver los trozos de esa vida. De pronto, vegetación. Árboles y arbustos, setos y frescor, humedad que anuncia el final de la urbanización. Y ahí empieza el bosque, le Bois de la Cambre.

Empieza con una sonrisa arañando mis mejillas al ver las suyas doblegarse ante la ilusión.

El cansancio arrastrado ha entrado en la foresta, los pies de las chicas y los chicos vuelan sobre el camino que atraviesa ese nuevo mundo. Es como entrar en los escenarios de Jurassic Park esperando que salga alguno de aquellos seres.

¿Y si volásemos? Si volásemos:

EL NIÑO

«-Mamá, me duele aquí.

-¡Pero hijo!, ¿qué has hecho?

-Estaba paseando por el parque y encontré un sitio donde vivía un dinosaurio pequeñito. ¡Jugó conmigo!

-Bueno…ven aquí que te cure, anda.»

El niño miraba a su madre con cara de consternación, algo de enfado y sobre todo, resignación. La resignación que invade a todos los niños cuando saben algo que los mayores se niegan a aceptar. Y realmente saben pequeñas cosas que los mayores no saben, de maneras que ellos ya no pueden reconocer. Un niño puede decirle a sus padres lo que está sintiendo, y por qué lo está sintiendo. Pero en la mayoría de los casos, los mayores no llevan niños dentro, y no saben entenderlo. Simplemente dirán «el niño tiene una rabieta».

Esta vez la situación iba más allá de las diferentes percepciones del mundo.

Se abrió una puerta y entró un chico. Vio al niño sentado en una banqueta y a la mujer echándole alcohol impregnado en un algodón.

«-Hermanito, ¿qué te ha pasado?

-He jugado con un dinosaurio en el Bois de la Cambre, ¡te tengo que llevar a verle!»

El chico miró a su madre, que movió los ojos en un gesto de hartazgo. Después devolvió la mirada a su hermano pequeño y le dijo:

«-Esta tarde iré contigo, ¡no puedo perderme tu descubrimiento!», y después le guiñó un ojo a su madre.

Aquella tarde los dos hermanos se internaron en el Bois de la Cambre, y el pequeño llevó al mayor corriendo, bajando por una pendiente que había a un lado del camino grande. Le condujo entre arbustos que arañaban los brazos y las piernas, y al final llegaron a una pequeña cueva escondida entre matojos. El chico mayor no había visto nunca aquel lugar. Olía tremendamente a humedad, pero en apariencia aquella zona estaba lejos del lago. La cueva era minúscula a la entrada, pero cuando avanzaron un poco, a rastras, llegaron a una zona de una amplitud inmensa. Estaba bajo tierra, y había un pequeño lago allí, seguramente comunicado con L’étang, el inmenso lago artificial ideado por Edouard Keilig. Pero aquella pequeña cueva no era artificial.

«Deberíamos salir de aquí, es peligroso. Podemos volver con alguien que sepa de cuevas…», le dijo el hermano mayor al pequeño. El otro respondió: «no, aún te tengo que enseñar al dinosaurio.»

Su hermano suspiró y estuvo a punto de empujar al pequeño hacia la salida sin más miramientos pero, de pronto, vio algo que se movía cerca del agua. Desplazó súbitamente su mirada para prestar atención. No podía ser verdad.

Era una pequeña criatura con poco pelo, cola y unos ojos muy grandes. Tenía un pico naranja y unos dientes afilados se veían cuando lo abría. Aquel animal estaba bebiendo agua.

«Ahí está», le dijo su hermano pequeño. «No me lo creo», respondió con un hilo de voz.

Después guardaron silencio y esperaron juntos a que aquella criatura reaccionase. Al rato, se dio la vuelta y corrió hacia ellos. Tenía la piel húmeda, una cola como un látigo y desde luego, no se asemejaba a ningún animal de la era en que ellos vivían. O era una nueva especie, o era un dinosaurio, antiguo, de verdad.

El niño y su hermano mayor volvieron a casa por la noche, y su madre les esperaba enfadada: habían llegado muy tarde. Los dos le contaron la misma historia sobre el dinosaurio, y los arañazos múltiples en piernas y brazos, consecuencia de arrastrarse por la entrada a la cueva, preocuparon a la mujer.

Por la noche, antes de que todos se fuesen a dormir, la madre les dijo a sus hijos: «si es verdad que hay un dinosaurio, traédmelo con una correa puesta que quiero sacarle a pasear para que los vecinos lo vean.» Dijo aquello con mucha seriedad hacia sus hijos, pero cuando entró en la habitación se empezó a reír poniendo su mano sobre la boca para que sus hijos no la oyesen.

Los chicos no estaban cuando ella se despertó. Preocupada, llamó al colegio. No estaban allí. Decidió esperar unos minutos antes de entrar en pánico.

Aquellos minutos fueron suficientes. Afuera llovía. Alguien llamó a la puerta: eran sus hijos. Estaban manchados de barro, llenos de arena y plantas de la cabeza a los pies. El mayor llevaba una correa de la mano.

La madre casi se desmaya al ver aquello. Una criaturita con pico y dientecillos afilados la miraba con unos ojos enormes mientras correteaba entre los tres.

FIN

Y aquí había llegado al final de su paseo por aquella noche. Dejó una parte de sí mismo en aquel bosque, un trozo de amor por aquello que significaba, por todos los símbolos que por ella habían nacido. Seguiría paseando por el Bois de la Cambre, mientras imaginaba nuevas histoires. Por hoy, buscaba el sueño.

Histoires du Bois de la Cambre: INTRO (¬ rat.)

Bois de la Cambre. Grand ravin.

Si paseas por una ciudad durante horas, puedes cruzarte con alguien. Es algo probable.

Si esa persona va hablando con otra, puedes atender a sus palabras. Si lo haces, sus palabras pueden resultarte muy interesantes. Es poco probable, pero puede suceder.

Si son muy interesantes, pueden hacerte atender y conectar con esa persona. Puede pasar.

Y bien, ¿cual es la posibilidad de que esas palabras levanten hojas?

Podéis estar pensando en habilidades paranormales para levantar objetos con invocaciones, pero no. Hojas en tu cabeza.

Hojas que caen en tu cabeza, hojas que entran en tu cabeza.

Como hojas translúcidas que atraviesan tejidos, como hojas que te traspasan la piel y los huesos, el fragmento de una conversación ajena: «…y las hojas de aquel árbol, en el Bois de la Cambre.»

Me doy la vuelta, miro a la pareja que se aleja, sorprendido aún por aquellas palabras, y pienso en realidades paralelas (1: tú y yo aún allí. 2: tú y yo aún aquí, con deseos de viajar más veces juntos. 3: tú y yo, sin más. 4: Volver allí, aún sin ti, y encontrarte paseando feliz y sonriente, con esa sonrisa que hace animarse a tus mofletes.)

De cualquier manera, me deja sorprendido cruzarme con alguien hablando de aquello. Las hojas de las que hablan entran en mi cabeza, y me refrescan por un rato. Quiero escribir sobre el Bois de la Cambre como el bosque de cariño que ha sido para mí todo contigo, sobre lo que fue, todo lo bonito que sentí, algo que nunca había sentido.

Que no haya dolor en esto. Que nuestras voces queden aquí fundidas otra vez, como cuando hablábamos y nos interrumpíamos con un beso. Que la dulzura de esos besos se prolongue a lo largo de estas líneas boscosas.

Dejadme abrir las rejas de este bosque en medio de la ciudad, buscadme en él, removed las hojas de color verde intenso, vegetación tupida.

Entremos a él, y busquemos sus historias.

Que las hojas tomen por un tiempo la palabra.

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