Te has caído de la cama, te has abierto una herida en la barbilla y confundes la noche con el día.
Acabas de despertar y hoy no es hoy, es tiempo atrás.
Es la primera sonrisa de la mañana, y se ha formado pensando en ti, en la ternura.
Es la primera sonrisa de la mañana, aún fuera del tiempo, aún irrealidad.
Nada más abrir los ojos se suceden dos momentos. El primero, una alegría intensa relacionada con esos ‘algos’ que crees seguir conservando. Contarle a cierta persona un suceso reciente importante en tu vida y saber que se alegrará contigo de determinada manera.
Al instante llega el martillo de la tristeza al tomar conciencia y pensar en que esa persona ya no está, o que tu relación con ella ya no existe del mismo modo, y nada va a ser como acababas de pensar.
Es algo parecido a lo que sucede cuando te despiertas en tu dormitorio habitual días después de haber vuelto de un viaje placentero. Nada más despertar crees estar en el mismo lugar que ya dejaste, y los pensamientos relámpago forman planes de visita o de paseo por ese sitio. A los pocos segundos ves tu dormitorio y te sientas en el presente, un poco compungido.
Saltan, como las ovejas las vallas, las pérdidas las cercas de la memoria, alejándose y después volviendo con fuerza. Cuando vuelven, hay que retomar el recuento del tiempo.
Te aposentas en tu conciencia y piensas en cuando sí, confundías noche y día y podías permitirte no cortar el hilo y seguir así.
Porque qué más da que confundas los días con las noches, qué más da de verdad, cuando hay algo en ti que te hace dejar de fijarte en las distinciones construidas.
El amor, el de verdad, rompe con las lineas de lo formal y lo clasificado y sobre todo con el tiempo. Las llamadas horas pueden pasar para ti lento o muy rápido.
Lo bello, lo intenso y asombroso, suele difuminar la vivencia del tiempo. La neblina del amor es lo más intenso y bonito que puede pasarte (pasa por ti como una nave en el cielo, que poco a poco vas viendo acercarse, y que al final aterriza con suavidad), por eso borra el tiempo.
Cuando se acaba, por error, hecho catastrófico, o por necesidad, sales de esa niebla suave.
Realmente, entonces el tiempo sigue siendo lo mismo: a la vez algo y nada. Pero tú vuelves a contar las horas, a mirar las agujas o los dígitos de los relojes y a buscar tus límites en solitario.
A pesar de eso, en lo relativo al amor, tu tiempo se hace imposible de clasificar. No se dice pasado, no se dice futuro, ni presente. Aun cuando se ha acabado, la negación de su futuro es una necesidad tensa.
El amor no se deja atar, no se deja anudar, no puedes atraparlo y meterlo entre los límites de la mera razón como haces con las horas. No puedes atraparlo entre franjas y construir ‘la historia de ese amor’. Sin duda te obligas a hacerlo y al final, lo haces. Pero sabes que esa historia ni es verdadera ni pretende serlo. Que el amor, cuando se vive/vivió/vivirá de verdad, no se deja someter a narración. Te da sus cuentos, te da poder, en pasado o en presente, para hablar de vivencia o de nostalgia, de pasión o de despecho, pero el amor sigue por encima, por dentro, por debajo; en fin, rodeándote. No se encaja en tiempos verbales, aunque inunde el lenguaje.
El amor es esa potencia de posibilidades que has creado en conjunto con otra persona. Lo mantiene la complicidad, esa habilidad única que pueden compartir las personas y que sirve para entenderse más allá de lo común sin palabras, casi sin gestos, con lo más mínimo. Cuando la complicidad se pierde, el amor pierde su potencia de creación de vida entre esas dos personas. Entonces sigues pudiendo narrar, puedes contar y usar eso que aún flota por ahí, sí. Pero ya en ese momento el amor es la única realidad que podemos llamar ‘espíritu de un vivo’: se ha despegado de los cuerpos abrazados y cariñosos entre sí y ha tomado el aire como agarre. Era un vivo y ahora es un espíritu flotante.
El amor perdido es el fantasma más visible que existe.
Cuando la complicidad se ha ido, el pasado se junta al presente en una amalgama que durante tus acciones te acompaña, un fantasma intemporal. Dicen que el dolor por la pérdida ‘dura un tiempo’, que ‘se pasa’.
Quizás esa cuchillada continua e inmaterial que te saca las lágrimas es lo que tiene temporalidad, lo que se permite tener duración. Llega, tras los mecanismos de defensa que los humanos hemos construido socialmente, el momento en que aceptas la pérdida de la complicidad, una complicidad llena de besos, de contacto. Pero la aceptación solo significa historia, narración. Un constructo para seguir adelante.
Para conseguir llegar a otras personas y quizás, intentar sentir algo también fuerte por alguna de ellas. Algo fuerte, pero distinto, nunca con la misma intensidad y rasgos que esa primera vez que te enamoras de verdad.
La narración, frente al amor, es un ‘sólo’. El amor es un ‘podría ser’ inmenso, posibilidad de todo y de vida.
El amor son los sueños de una vida y su esquelética narración nunca le hace honor. Esas narraciones solo son las letras que nos pone en los dedos el fantasma del amor.
Y los fantasmas siempre nos siguen, nunca nos abandonan, aunque la aceptación llegue para volver a imponer ímpetu en nuestras vidas, llamando a la acción y la lucha.
A día de hoy yo aún no he llegado a la aceptación. La complicidad está rota, y tengo un fantasma enorme a las espaldas, ante los libros, hasta en la sopa, hasta en el ramen, pero no, aún sigo intentando volver a escuchar un «te amo», bonita.
Por el momento, abro las escotillas del submarino en que me convierte esta presión y saco letras, palabras, frases, construyo historias, paseante del Bois de la Cambre fijando tu sonrisa e ilusión entre vegetación y senderos…y así será hasta que me agote, hasta que al final, cansado, llegue al término del camino, donde los senderos siempre se bifurcan y te mandan a vivir vientos de cambio a ti, a mí, y a todos. De momento, mis historias no son ya tuyas, pero siguen siendo nuestras.
Acompañadme, un día más, al enmarañado bosque de historias del Bois de la Cambre, entre corteza y recuerdos, más allá…
LA EDAD
Los labios jóvenes, cercanos al tronco, dejaban salir las palabras hacia la madera.
«¿Qué es la edad?», le preguntaba la chica al árbol. Se quedaba quieta, acuclillada, en postura de escucha, recorría la corteza con la mirada y después se acercaba al siguiente árbol. Entonces, repetía la pregunta.
Se hacía de noche, y los árboles llevaban siendo interrogados desde tempranas horas de la mañana.
El avión había aterrizado de madrugada en el aeropuerto de Charleroi, al sur de Bruselas. Ella cogió un taxi para ir a la capital belga, y nada más llegar se tomó un café con un bollo para afrontar el día con energías.
Pasó a saludar a la Grand Place, que era como una antigua amiga para ella, y admiró sus edificios gremiales.
Después cogió un tranvía que atravesaba el distrito de Ixelles hasta llegar a la zona colindante con el Bois de la Cambre.
Con la vista puesta en el parque, armada de coraje, suspiró muy fuerte, preparándose para lo que había venido a hacer allí, a su querida Bruselas.
Según se aproximaba desde la parada de tranvía a la gran masa boscosa, iba recordando la situación que la había traído desde Francia hasta allí aquel día:
Cuando le surgió la pregunta llevaba varias horas desarrollando herramientas de control energético en el laboratorio de la organización científica donde trabajaba.
En un pequeño descanso, se había puesto a juguetear con un peluche que llevaba colgado del llavero. Entonces se encontró a si misma pensando en el origen de aquél animal de trapo. No lo recordaba muy bien, y tuvo que esforzarse un rato hasta acordarse de que se lo había regalado una amiga hacía pocos años, cuando quedaron a tomar un café después de mucho tiempo sin verse. Aquella resistencia que le había supuesto encontrar el recuerdo le incomodó un poco, y se detuvo a pensar sobre ello.
Si le costaba recordar cosas que habían sucedido hacía relativamente poco tiempo, ¿dónde quedaban los recuerdos de la infancia en su memoria? Dedicó varios minutos a repasar su infancia paso a paso, a intentar encontrar detalles que en aquel tiempo le podían causar algunas sensaciones. Encontraba los objetos de su recuerdo desconectados entre sí, y los sentimientos asociados a ellos le eran imposibles de reconstruir.
Se indignó consigo misma.
En el momento en que tiraba el boli con fuerza contra la mesa un compañero entró en el laboratorio. «¡¿Qué te pasa?!, ¿A qué viene esa rabia?», le preguntó. Ella se quedó mirándole fijamente, con cara de sorpresa por su repentina aparición pero al mismo tiempo con indiferencia.
Su gesto insulso iba recorrido por dentro de algo de amargura, y mientras mantenía la mirada con su compañero, explotó súbitamente y dijo: «¡Es que no me recuerdo bien a mi misma!». Su compañero se quedó mirándola sin entender nada, pero no quiso preguntar. Sólo dijo: «Normal, todo se olvida con la edad.»
Se quedaron en silencio un rato. Mientras, ella le daba vueltas a la cabeza, intentando encontrar una solución para reencontrarse con las sensaciones de su infancia. Tenía que haber alguna manera de ponerse en contacto con esas sensaciones, pero no podía viajar en el tiempo y volver a vivir el pasado.
Su edad aumentaba, eso era verdad. Cada año que pasaba alguien se ocupaba de recordárselo. Y la edad borraba los recuerdos de los años pasados. Al menos esa era la excusa que se ponía a sí misma cuando no recordaba algo: la edad. Pero, ¿de verdad no podría recordar todo eso, se había perdido para siempre? ¿y qué autoridad tenía el argumento de la edad para aceptar el olvido de parte de su vida?
Decidió que quería preguntarle a alguien qué era la edad, para intentar quitarse su peso de encima.
¿Pero a quién podría preguntarle?
Súbitamente, volvió de su ensimismamiento, sonrió a su compañero, se levantó de la silla y se marchó del laboratorio, mientras el otro la miraba con expresión de curiosidad.
Repasando los pocos momentos de su infancia que recordaba había encontrado un lugar, a la vez material e inmaterial para ella, donde había alguien, o algo, no sabía bien cómo calificarlo, que podría ayudarle a responder sus preguntas.
Aquello que le daría respuestas estaba en Bruselas, donde había vivido con sus padres cuando era pequeña. Su domicilio era por aquel entonces una casa cerca del pulmón de la ciudad, el Bois de la Cambre, un parque enorme donde a ella le gustaba mucho pasar las tardes. Era precioso, y tenía muchas cosas llamativas para una niña, desde el estanque, pasando por las ardillas, a los patos y muchos otros animales. Pero a ella lo que más le llamaba la atención eran los árboles.
Siempre le habían producido admiración, con su corteza tremendamente arrugada. Le parecían tan mayores, tan grandes y bonitos, que tenía la sensación de que tenían que ser sabios.
Así, de vez en cuando, cuando ni sus padres ni sus profesores sabían resolver sus preguntas, acudía a ellos y se ponía ante su corteza, los labios cerca, y les ofrecía sus dudas, uno a uno, pasando por unos cuantos. Casi siempre, después de preguntarle a varios, la respuesta afloraba en su cabeza, y minutos después estaba corriendo hacia la biblioteca, a buscar algún libro sobre el tema en que estuviese pensando, para completar la respuesta que le habían dado los sabios de la corteza arrugada.
Por eso había cogido un avión a Bruselas y llevaba horas recorriendo el bosque de su infancia preguntando a sus antiguos amigos sabios. Nunca la habían defraudado, y confiaba en que la edad no hubiese borrado también su capacidad de comunicarse con ellos.
La noche se estaba cerrando y su pregunta aún estaba sin respuesta. ¿Quizás la edad había eliminado también la relación con aquellos sabios arrugados?
La chica se puso triste y empezó a llorar delante de uno de ellos.
Sus manos mojadas en lágrimas se apoyaron sobre la corteza y las lágrimas que se habían quedado entre sus dedos corrieron por la madera. Mirando aquello, se acordó del día que había sentido como un nuevo placer aquel tacto suave, rugoso y difícil de la corteza mojada por la lluvia.
La acarició y pensó que aquellos árboles también habían envejecido algo, como ella. Su tacto no era el mismo. Se tocó la cara con una mano mientras con la otra tocaba la corteza y cerrando los ojos, se acordó de sí misma haciendo aquello cuando era pequeña. Así solían terminar sus conversaciones con los árboles, y así era como le llegaba la contestación.
Entonces lo supo. La cara se le iluminó. Había encontrado la respuesta: la única edad irrenunciable, imposible de detener, inexorable, es la del cuerpo, lo exterior. Esa es la edad que pasa y no vuelve, la que no se puede recordar porque a cada momento es distinta, como su piel y las cortezas de esos árboles. Pero la otra edad, la que tanta gente empleaba para justificar el olvido, esa no existía mas que como cada cual quería. La edad no era nada que no se pudiese deshacer en ese caso.
Ella acababa de romper sus lazos con la edad mientras tocaba a aquel árbol.
Se puso de pie y caminó entre los árboles, tocando las cortezas con las yemas de los dedos, y fue recordando poco a poco los momentos de su infancia en aquella ciudad, las sensaciones que le producía ir al colegio allí, los sentimientos que le generaba pasear con chubasquero bajo la tremenda lluvia invernal y, sobre todo, cada una de las respuestas que aquellos sabios le habían otorgado.
Feliz, la chica salió del Bois de la Cambre por el camino principal y, después de volverse y tirar un beso a la congregación de sabios, se fue caminando por la Avenue Louise, disfrutando de la amplitud de sus recuerdos y vivencias, sin importarle para nada la edad que tenía.