La noche de los cántaros [~R]

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Es la noche de los cántaros,
no queda lluvia por beber
De los errores pasados
De los cambios de la piel
corren tintas de canto
sereno de esa risa
Un mejunje de desván,
una historia de aventuras,
unas botas sin calar,
De tenerlo destilo
la sonrisa a tu telar
Si tu te ocurres
allí o acá
voy tuyo,
La lluvia
Bebida
Serena
Sin lágrimas
Alegría ascenderá.

Histoires du Bois de la Cambre: Un cantar de ranas (~ratón)

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Dentro de un corazón desgarrado, de tanto llorar, aparecen charcas. Lugares llenos de verdes y sonidos. Venid, adentraos en mi corazón esta noche…

UN CANTAR DE RANAS

-Papá, ¿por qué no me cuentas con qué soñáis los mayores?

-Con lo que soñamos, hijo, es con lo que una vez ya sucedió.

-¿Qué?

-Escucha, te leeré algo que escribió un amigo sobre algo que nos pasó…

«Amanecía, Bruselas otoñal, esquinándose en el Bois de la Cambre, todos los días cumbre y llano de piedra, lago y madera.

En Otoño, con los árboles sin hojas y la vegetación mínima, se podían ver desde cualquier punto de aquel bosque anciano todos los senderos de tierra que lo atravesaban. El paisaje tupido de verde de otras épocas del año dejaba paso a los marrones y grises, los blancos de las nubes en el cielo, el suelo embarrado y los charcos que inundaban la hierba.

Cada día, de madrugada, muchos de los que vivían cerca del parque lo atravesaban para ir a trabajar o al colegio. Sus chapoteos con las botas de lluvia sobre el terreno mojado, y el sonido del golpeteo de las gotas sobre sus chubasqueros, se unían a los demás ruidos perdidos en el bosque. Los caminantes, acostumbrados a ver el mismo paisaje y escuchar los mismos sonidos todos los días, pasaban rápido por allí, la mirada al frente o hacia el suelo, sin atender a más detalles.

Amaneció, aquél 22 de noviembre, y los caminantes madrugadores enterraron la costumbre de ojos al suelo. Sus miradas iban hacia las copas de los árboles y luego subían al cielo, intrigadas.

Amaneció: verde y lluvioso.

El bosque parecía haberse desbocado, recuperando de pronto todo el color verde que le pertenecería en una Primavera muy lluviosa y no en Otoño. Los árboles mecían sus ramas al viento con un peculiar vestido verde brillante. Lo que parecían unas hojas densas y gordas las cubrían. Miríadas de esos diminutos destellos verdes cubrían absolutamente todos los árboles. El centro del lago también estaba repleto de aquellos misteriosos brillos verdes.
Los que pasaron por el parque a tempranas horas fueron contando a otras personas el fenómeno. Algunos otros se acercaron a pasear por allí, a pesar de la lluvia torrencial. Asombrados, intentaban escudriñar qué era aquello, y se preguntaban por qué el Bois de la Cambre había renacido a aquel intenso verdor en pleno Otoño.

El día verde, esplendor novedoso para la vista, había venido precedido por una comitiva estruendosa, restallando para el oído. La noche anterior, un sonido extraño había despertado a mucha gente que vivía cerca del parque. Una vibración intensa y de corta duración sacudió las ventanas. Como el sonido de muchos aporreos mínimos, concentrados y puestos de acuerdo para sonar consecutivamente, casi indistinguibles uno de otro. Fueron unos segundos, no más, para una tromba de truenos cantores que sacaron a la gente de sus sueños.

Un grupo de niños recorría el sendero grande del parque con sus profesores, camino del colegio, como todas las mañanas. Todos, profesores y alumnos, vivían cerca de allí, y algunos se habían despertado aquella noche con el peculiar sonido. Según andaban, contemplaban el asombroso verdor, pero escasas palabras surgían entre ellos.
Los adultos miraban sin comprender, intentando imaginar. No hablaban de ello, pero no paraban de pensar.
Los niños miraban, imaginaban y callaban. Se distribuían miradas entre ellos, y luego las dirigían a sus profesores, que caminaban distraídos con el espectáculo.
Terminaron de atravesar el parque y llegaron a la escuela. Esta consistía en dos edificios que parecían pequeños chalets, con sus tejas antiguas y su casa del guarda. Otro edificio, más moderno, era el lugar donde hacían gimnasia. El colegio estaba al lado de una esquina del Bois de la Cambre. A través de las ventanas se contemplaba la inmensidad del bosque.

Durante toda la jornada lectiva, los alumnos estuvieron distraídos. Cuchicheaban, susurraban, se agitaban. No paraban de mirar a las copas de los árboles del parque. Los profesores, aunque intentaban poner orden como de costumbre, no se esforzaban demasiado, pues sus pensamientos también se perdían en aquello refulgente.

Sobre la mitad de la mañana, los niños empezaron a alborotarse. Gritaban cosas y golpeaban las ventanas con sus dedos, señalando. Los profesores no alcanzaban a comprender qué decían, pues los niños hablaban como una marabunta con lenguaje propio.
Al fin, una niña se acercó a su profesora y le dijo: «queremos salir a cantar a las ranas para que se despierten». La profesora la escuchó sin entenderla. Le preguntó dónde estaban las ranas, y todos los niños señalaron a las copas de los árboles.
La profesora se quedó unos minutos sin saber qué decir, mirando el brillo verde de aquellas preciosas hojas que absorbían sus pensamientos. No intentó imaginar. Se dejó llevar por los niños, confió en ellos. Llamó al resto de profesores, y decidieron sacar a los niños al bosque.

Los niños se tumbaron entre los árboles, mirando hacia arriba. Los profesores les observaban con curiosidad. No entendían ese juego, era algo nuevo que los niños nunca habían hecho, pero se les veía sonrientes y contentos, así que lo aprobaron.
Después de unos minutos de absoluto silencio, los niños empezaron a cantar, todos juntos:

«Qué rana qué,
bajad a la cama,
subid de la charca,
saltad a la rama,
besadme la cara, ¡y lloved!
Lloved buenas ranas,
Subid de las ramas,
volved a la casa
de allá…
¡subid!»

Lo repitieron varias veces, con distintas entonaciones, y algunos reían mientras cantaban, otros se revolcaban contentos entre la hierba, y al final, se levantaron y empezaron a saltar.
Entonces pasó algo. Las ramas de los árboles se empezaron a mover de un modo rítmico y bamboleante. Había dejado de llover, y la superficie de L’Etang estaba en calma. La zona central se conmovía, y se generaban ondas que terminaban en chapoteos de agua en la orilla. Las minúsculas cosas verdes brillantes parecían moverse independientemente unas de otras, como si hubiesen cobrado vida en los árboles y en el estanque.
Los ojos de todos los que estaban allí, profesores y alumnos, y los de los paseantes curiosos que habían salido a contemplar la maravilla verde de aquél día, brillaban, expectantes. Entonces sus oídos recibieron la misma vibración que habían escuchado por la noche.
Llegaron los pequeños truenos, esta vez ensordecedores.
Al instante, todos entendieron que aquél sonido era un croar de ranas.
Los árboles y el lago se llenaron de muchísimos puntos negros en la inmensidad verde. Cientos de millones de pequeñas ancas se pusieron en movimiento, mientras los pequeños ojillos negros se revolvían entre todo aquello.

«¡Nos han escuchado!», dijo la niña que había convencido a la profesora para salir a cantar.
Los profesores se miraban entre ellos sin entender nada, y después miraban a las ranas en las copas de los árboles.
Habían dejado de croar, y se movían muy rápido. Se las distinguía perfectamente, ya no parecían hojas gordas. Eran de color verde césped, y brillaban, aún más entonces que había salido el sol.

Después de mucho revuelo silencioso, volvieron a croar. Esta vez lo hicieron de manera exacta a como lo habían hecho por la noche. Corto e intenso, una reunión atronadora consecutiva.
Entonces saltaron. Saltaron hacia el cielo. Subían sin parar, conjuntos verdes saliendo de las copas de los árboles y del estanque, levantando gotas que brillaban con la luz.
Los niños gritaban emocionados, saltaban y se abrazaban. Algunos adultos lloraban. Otros, boquiabiertos, se habían quedado pálidos y tiesos.

Las ranas tardaron poco tiempo en desaparecer en las alturas, siendo al final pequeños puntos en la bóveda del cielo. Los árboles volvieron a quedar descarnados, sin las hojas que en ningún momento del Otoño habían recuperado realmente. L’Etang tenía sus aguas en calma, y toda la superficie era azul oscuro, no había ningún toque de verde.

Cuando volvieron al colegio, la profesora decidió preguntarle a la niña cómo había sabido todo aquello.

«Todos nosotros lo sabíamos desde anoche. A algunos os despertaron al llegar, pero a los niños nos cantaron en sueños. Nos dijeron que iban a bajar a vernos al Bois de la Cambre porque les gusta animar a los mundos de los bosques una vez cada millones de vidas. Los niños tendríamos que cantarles en respuesta la canción que nos enseñaron para que pudiesen volver de donde venían. Muchos dudaban, pero yo supe que era verdad en cuanto vi los árboles. ¿A usted no le cantaron, profe? Usted tiene cara de niña.»

La profesora miró a la niña largo rato. No entendía nada, aquello la superaba. Al final la cogió en brazos y le dio un beso. Después la bajó al suelo y le dijo: «Nunca niegues tus sueños. Tampoco cuando seas mayor». La niña la miró con cara de incomprensión y la profesora pensó que, más allá de las palabras, había algo inexpresable, imposible de explicar, que pasaba entre los ojos de dos personas aunque creyesen no entenderse. Era algo como un millón de ojos de rana discordantes, pero reunidos, mirando hacia el cielo común.

Aquellos días los que habían contemplado el salto de las ranas al cielo guardaron un recuerdo que resultaba casi imposible de mantener como algo realmente sucedido. Los que no lo vivieron, simplemente desconfiaban de todas las historias que los primeros contaban sobre ello.»

-Nosotros, los niños que cantamos, sabemos que pasó, y recordamos lo bonito que fue.

-¿Entonces los mayores soñáis con ranas?

-Con lo que soñamos, hijo, es con aquello que una vez sí sucedió.
Como millones de ranas saltando hacia el cielo.
Como el amor.

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